miércoles, 14 de octubre de 2009

La noche inolvidable

Situaciones siempre confusas. Tenía que despedirme del Museo por lo alto, beber todo el vino que pudiera y vivir una noche inolvidable. Esa mañana al despertarme y darme cuenta de que estaba viva –y no precisamente rebosante de alegría por ello–, una extraña sensación de carencia me embargó; presurosa me acerqué a un espejo y allí noté que todo estaba en su sitio: dos brazos, dos piernas, dos ojos, una nariz, un ombligo, cabello despeinado, etc., etc. A pesar de la situación, no dejé de ser un animal de costumbres y como todos los jueves me duché, tomé café pasado mientras escuchaba música y me puse las zapatillas verdes que tanto me gustan; aún haciendo un considerable esfuerzo por deshacerme de la sensación de carencia, no pude. Camino al Museo concentré cada milímetro de cuerpo en la habitual tarea de no tener contacto humano físico, ni visual, ni bajo ningún sentido posible; pero la sensación ésa siempre estaba presente. El resto del día transcurrió así: abrí salas de exposición, redacté notas, cafecito, carencia, revisé archivos, carencia, almuerzo, redacté más notas, cafecito, carencia, cerré salas de exposición. Luego de devolver las llaves de las salas me senté en el borde de la pileta del Patio de Fresas –había otros cuatro patios, pero ese tenía ese no sé que barroco que tanto me gustaba para quedarme allí encendiendo cigarrillo tras cigarrillo–, fue cuando apareció el sujeto de las manos hábiles, sólo a él pude yo contarle de la impertinente sensación de carencia, “estás loquita nomás”, me dijo con aquella sonrisa siempre encantadora que lo hacía inconfundible. Fuimos a recoger mi bolso y salimos de allí, juntos caminamos por las calles apestosas del centro al encuentro del resto del grupo para la celebración respectiva. Lo cogí del brazo y me sentí maravillosa, es que los dos hacíamos número par y los números impares siempre se me habían hecho perturbadores. En Rockola nos encontramos con los otros, bebimos vino y conversamos, pasaron las horas y el resto dejó de importar, sólo existíamos en el mundo: la sensación de carencia, el vino, el sujeto de las manos hábiles y yo. En algún momento recuerdo haber visto la hora en mi viejo reloj (marcaba la medianoche), un momento después él y yo nos acercamos a la Rockola a escoger una canción –nos decidimos por Motivos de los Morunos–, lo cogí del brazo y sentí su nariz en mi mejilla y fue entonces que supe qué era aquello que había carecido en todo el día, lo supe porque la recuperé; libido, eso era lo que me hacía tanta falta y cabe mencionar que me hacía tanta-tantísima falta porque libido era lo que más me había sobrado en toda mi vida.

Yo, siempre ansiosa de sexo, siempre deseosa de placer, siempre muriendo por algún hombre –y no muriendo amor, sino muriendo por ser penetrada, ser lamida y ser tocada–. La disciplina que me caracterizaba en mi trabajo y en mi casa, la aplicaba también en mi búsqueda de parejas, cada uno tenía que ser mejor que el otro, grandes, fuertes y con manos voraces (y con capacidad suficiente para hacerme sentir insignificante, pero gozosa).

El caso fue que todo resultó curioso, pues inmediatamente el sujeto de manos hábiles rozó su nariz en mi mejilla, inmediatamente volvió mi libido, inmediatamente perdí la memoria; lo siguiente que recuerdo es que desperté en una cama de hostal, desnuda, sólo llevaba puesto mi viejo reloj (que marcaba entonces las seis de la mañana). El sujeto de las manos hábiles dormía a mi lado, me quedé allí tendida a su costado un buen rato, hacía esfuerzos impresionantes por recordar cómo habíamos llegado hasta allí, pero fue inútil. Me levanté y vestí sigilosa, miré por la ventana y calculé que estábamos en un cuarto o quinto piso; el hecho es que la culpa era porque el sujeto de manos hábiles tenía novia –una muy desagradable y mentirosa, pero novia–, tratando de no hacer ruido con las zapatillas me acerqué a la puerta y entonces escuché su voz: “¿Dónde vas?”, cuando lo vi desnudo sobre aquella cama inclinada, pensé: “¡Qué más da! No recuerdo nada y no me iré de aquí sin tener sexo memorable”, me desnudé nuevamente y me lancé sobre él. Sus manos acariciaron mi cintura y estaba tan excitada que me introduje su pene erecto fácilmente, aunque disfruté cada momento con loca pasión, no tuve orgasmos esa mañana; igual tuve la satisfacción de tener entre mis piernas a un hombre grande y fuerte, al menos eso creí en ese momento, no sabía que a partir de esa noche empezaría una relación trágica e inestable, no sabía que lo tendría un par de años entre mis piernas y menos aún sabía que encontraría un par de manos más firmes y más seguras que las suyas luego del día de nuestro tormentoso final también en aquel feo hostal.

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